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El dilema de la alabanza

El dibujo es de Enrique Gracia
       Que las redes sociales son a un tiempo interesantes y peligrosas ya no lo duda casi nadie. Se han impuesto en nuestra sociedad sobre la letra impresa y cualquier otro medio de comunicación y, aunque la radio, la televisión o los periódicos sigan funcionando, no cabe duda de que las redes y sus primos hermanos como el whatsapp, ganan la partida popular por su inmediatez y por la sencilla razón de que convierten a los usuarios en protagonistas. No sé si es una ventaja lo de la rapidez, porque disminuye la reflexión ni tampoco lo del protagonismo porque acelera el ego y la fatuidad.
       Como suele decirse, "el más tonto hace cestos", y no paramos de creernos a nosotros mismos, en mayor o menor medida, periodistas, comunicadores, escritores, poetas y, en definitiva, líderes de opinión.
       Y en ese maremágnum de mensajes y opiniones, a los que nos dedicamos a escribir nos cabe un peligro aún mucho mayor: La alabanza.
       Cuando en una red social vertimos nuestros escritos o nuestras ideas, aparecen cierta cantidad de conocidos o amigos para darnos sus parabienes y poner emoticones satisfactorios y "me-gustas" a granel. Peligroso, realmente peligroso porque si ya avisó Jenofonte de que "el más dulce de los sonidos es la alabanza", no completó la idea el discípulo de Socrates añadiendo que también es un sonido muy peligroso para el que lo recibe, si se deja endulzar en demasía.
       Es fácil perder la perspectiva, confundir la amable palabra del amigo con la ratificación de que lo que escribimos es realmente bueno. Y deberíamos cuestionar siempre esos parabienes porque, con más frecuencia, suelen ser generosidad del contrario que eficacia nuestra.
       No estaría de más recordar un proverbio inglés que asegura que "la alabanza hace mejores a los buenos y peores a los malos", pero recordarlo siempre bajo la afirmación del periodista inglés FOG (Franz Olivier Giesbert ) que dijo: "No hay nada más estúpido que la gente inteligente, basta con alabar su ego para manipularlos a voluntad. La credulidad y la vanidad van a la par, se nutren la una de la otra, incluso en las mentes más despiertas".
       Así que, por si acaso, pongo en cuarentena las alabanzas que se me puedan dedicar, no por dejar de agradecerlas, que eso es de ley, sino por evitar que si algo me queda de inteligencia no se me enrancie en estupidez con el dulzor que atraviesa las redes sociales de parte a parte.
       Claro que tampoco se trata de tirarnos los trastos a la cabeza. Ya veis qué dilema.


Enrique Gracia Trinidad
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