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Se acercó a la cama despacio, alimentando mi ansiedad con el roce de sus zapatillas sobre la alfombra. Se instaló entre las sábanas de raso con el inconfundible frufrú del camisón de seda. Tal vez no llevara nada debajo. Me excitaba pensar que aquella podía ser nuestra noche. Llevaba meses llegando tarde, demasiado cansada para el sexo y yo lo lamentaba aunque me sentía incapaz de solucionarlo. Mi razón de existir era introducirme en su cuerpo bien lubricado y moverme como solo yo sabía para proporcionarle orgasmos galácticos. Llámenme raro, pero soy capaz de recordar todos y cada uno de los que compartimos en la época dorada en que le daba noches repletas de gemidos que, a continuación, le proporcionaban un sueño reparador. ¿Cómo era posible que lo hubiese olvidado? Acaso su trabajo era tan absorbente que ya no se acordaba de tan buenos momentos. Aguardé en silencio. Se removía en la cama, inquieta, suspirando con algunos quejidos leves. Buena señal, aún estaba despierta. Anhelaba llamar su atención, que me agarrase como antaño y me follara hasta gritar como en los viejos tiempos. Alargó su brazo hasta tocar la mesilla. Trasteó unos momentos con el cierre del cajón y llegó el momento mágico. Ni siquiera pulsó el botón de encendido. Hacía tiempo que mi batería estaba agotada y era incapaz de vibrar, pero eso nunca la había detenido. Esa noche, mi dueña dormiría con toda la placidez del mundo.
Pedro de Andrés (Ultralas)
Texto ganador de Placeres y Perversiones,
Netwriters, diciembre 2016