La vida tiene cosas hermosas, sencillas pero hermosas, muchas de las cuales esconden enigmas que no vemos, no comprendemos ciertas evidencias que están ahí, muy cerca, solicitan nuestra atención pero somos incapaces de verlas. Estamos obsesionados en seguir una ruta marcada que, en realidad, desconocemos adónde nos lleva y qué sorpresas se ocultan en sus recodos traicioneros. Los pasos, alocados, se pierden, huyen entre temores absurdos y no se detienen a contemplar el paisaje, solo consiguen divisar sueños que se disipan en un horizonte invisible que, tal vez, no exista.
La vida, sorprendida, contempla cómo ignoramos sus consejos y recomendaciones. Nos creemos superiores y vagamos por sendas traviesas, perdidas, laberintos eternos que no logran escapar de nuestras propias miserias. Luchamos por conseguir más que los demás, ansiamos ser los primeros en la gran carrera y no tenemos ningún reparo en eliminar a todo aquel que intente seguir nuestros pasos. Vamos poniendo zancadillas a los más osados, mientras que ofrecemos ayuda desinteresada a los más débiles, ayuda que les cobramos con unos intereses abusivos que nunca podrán devolver. Estos individuos, desean disfrutar de la vida, quieren vagar por la senda tranquilos, felices por cuanto poseen, pero nosotros nos encargamos de amargarles la existencia.
Dice la canción que ‘’la vida trae sorpresas’’, sorpresas que, en muchas ocasiones, te quitan las ganas de seguir el camino, te arrebatan, de un plumazo. Las esperanzas guardadas, con tanto esmero, en el corazón y las ilusiones se diluyen en la niebla fría del olvido. Muchas enfermedades son inevitables y las tenemos que asumir. Hay que luchar contra el dolor y el sufrimiento, tenemos aceptar nuestro destino.
La vida contempla la actitud de los hombres, ella no es responsable de sus actos, su ambición por conseguir imposibles, las disputas encarnizadas, las guerras. Los tesoros que les ofrece, sólo a ellos, son ignorados e, incluso, destruidos, la soberbia humana es infinita, en su lugar se levantan símbolos del terror y ondean banderas teñidas de sangre inocente. La naturaleza, poco a poco, va perdiendo su aroma de libertad y su aire limpio es intoxicado por el egoísmo y la soberbia. Está enferma, casada de soportar el maltrato y la humillación, los animales huyen de armas sin escrúpulos, muchos no pueden zafarse del rencor. Los amaneceres regresan cada día, temerosos por lo que se puedan encontrar y los atardeceres se van, despacio, sigilosos, con la esperanza de poder regresar para cubrir a las ciudades con su cálido manto de melancolía, bajo el cual el hombre encuentre el sosiego y, de este modo, pueda reflexionar sobre los errores cometidos.
El tiempo sigue su marcha. La vida transcurre como siempre, en todas las épocas han existido conflictos entre los hombres, guerras sangrientas entre hermanos pero, tarde o temprano, llegaba la paz y todo recuperaba, con esfuerzo compartido, la normalidad. Pero el hombre, tarde o temprano, vuelve a tropezar en la misma piedra y la vida se entristece, trata de ponerle buena cara pero es imposible. Él, sigue su marcha hacia su propia autodestrucción y las piedras que se acumulan a lo largo del camino, el día menos pensado, saltaran por los aires acabando, definitivamente, con las pocas esperanzas de la vida.