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Helena estaba durmiendo, acurrucada debajo de una manta lila que había traído de Méjico. Solo se le veía la cabeza recién rapada. El pelo crecía en trocitos de gris esparcidos como laminas de metal.
Sonó el despertador, un sonido que le recordaba a flores flotando por el aire. Se despertó con una sensación de paz y con el corazón lleno. Había tenido un sueño en el que estaba su padrastro Michael, al que había perdido hacia cuatro años. Estaban en su casa de campo de Ibiza, con su olor a pinos y olivos. Después de meses de pesadillas y sueños de ansiedad buscando a niños perdidos y siempre despertándose con un sentimiento de caos, se sintió bien.
Tomó unos minutos para hacer su meditación de agradecimiento, empezando con los habitantes de su casa y luego con su madre. Se acordó de que su madre vendría en unas horas y podría escaparse a Trujillo. Le apetecía el silencio del coche e iría a escribir al Bar de Sandra’s. Por fin escribiría un relato sobre Conrad White, un fotógrafo en Ibiza, que la violó, cuando tenía 15 años; pero eso Helena todavía no lo sabía. Por la tarde tenía su clase de Escritura Creativa y estaba curiosa a ver lo que aprendería.
De repente escuchó la voz de Samuel:
— Mama, mama.
Sintió una punzada detrás del ombligo y se incorporó y se vistió rápidamente. Cogió el cubo azul de pis al que le tenía un asco y cariño al mismo tiempo. Pues si no fuera por el cubo, estaría bajando las escaleras 4 o 5 veces por la noche, intentando no hacer ruido y desvelándose en el acto. El cambio de hormonas había atacado su vejiga y habilidad de dormir. Mejor el cubo que el insomnio.
Abrió la puerta y enseguida le asaltó el calor de la nueva estufa. “¡Qué maravilla de estufa!”, pensó Helena. No sabía cómo habían podido sobrevivir tres inviernos en Garciaz sin calefacción. A no ser que un brasero y un radiador se considere calefacción.
— Mama, mama.
Samuel seguía gritando y llorando. Mientras dejaba el cubo en las escaleras escuchó los ronquidos pesados de su marido que hacían vibrar las paredes. Nunca había conocido a alguien que roncara tan fuerte.
Se adentró en el salón y abrió la puerta de la habitación donde encontró a su hijo de pie, en su cuna.
— Tranquilo amor, ¿qué te pasa?
Al cogerlo en brazos se dio cuenta que estaba caliente y sudado. Le llevó rápidamente al salón, se sentó en el sofá y le empezó a quitar la ropa y el pañal. Con sus dos años y medio, ya no llevaba pañal durante el día, pero por la noche todavía le hacía falta. El niño seguía llorando y pataleaba contra ella. Una vez desnudo le llevó al cuarto de baño, cogió el termómetro y volvió al salón. Puso a Samuel encima del cambiador y le metió el termómetro en el culito. No le agradaba hacerle daño, pero como no se quedaba quieto era imposible ponerlo en la boca o en la axila.
Los números siguieron subiendo y cuando llego a 40.1 F sonaron los pitidos.
— Ya está amor, vamos a por la medicina, tienes fiebre.
Le volvió a coger en brazos y al girarse vio a su marido entrar con su camiseta roja y descalzo.
— ¿Que le pasa? - le preguntó Lorenzo mientras le daba un beso en los labios y otro beso en la cabeza caliente de Samuel.
— Tiene mucha fiebre - dijo Helena con voz temblorosa.
— Voy a por el Dalsy. ¿Cuánto le pongo? - preguntó Lorenzo.
— Cuatro – dijo Helena.
Después de que Lorenzo le diera la medicina al niño, Helena se sentó en el sofá para calmarlo. Intentó volver a sentir la paz de su sueño, el amor que tenía para su padrastro, y se lo transmitió a Samuel que se quedo quieto abrazado a su madre.
— Mama, mama, papa, papa - se escuchó la voz de Aitor.
Lorenzo entró en el cuarto de los niños y salió con Aitor en brazos. Dejo al niño en el suelo y el niño vino hacia su madre y la miró con sus ojos castaños, que eran iguales que las de su abuela Mireille, y su abuela Inés. Tenía el pelo castaño ceniza y miró a su hermano que era la imagen casi exacta de él, y le preguntó:
— ¿Samuel, no encuentra bien?
Su hermano le contestó:
— Samuel está enfermo.
Entonces Aitor caminó hacia él y le dio un beso en la mejilla.
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Karuna Tzadi Arnold