Hoy es

Mister Kurt: "Cometas"


 
             Mi tía Mathilda (a la que desde ahora en adelante llamaré madre en mi relato, al igual que padre a mi tío Erich, porque siempre lo fue para mí) tenía la bendita costumbre de preparar, la mañana de cada sábado, una suculenta tarta sacher que complementaba, con algo más de azúcar de lo debido, mi bien vitaminado desayuno, que por otra parte, consistía básicamente en varias piezas de bretzels de galletitas o pan blando, que podían hacer las delicias de cualquier niño consentido; y yo lo fui durante aquella luminosa etapa de mi niñez.
            Pero no quedaba ahí la cosa; pues mis padres adoptivos se complacían a menudo en invitar al desayuno a mis mejores amigos del barrio. Ello constituía siempre un auténtico festín; sobre todo, cuando ya en plena primavera, nos juntábamos bajo el amplio zaguán de la casa, que se adornaba con multitud de flores blancas märzembecher repartidas en los diferentes setos que ocupaban los laterales y las esquinas de aquel espacio. Los sábados, bien entrada la mañana, se convertían así para mis amigos y para mí en toda una fiesta de los sentidos. No teníamos -no habiendo colegio ese día- otra ocupación mejor que jugar en las inmediaciones de las calles y el pequeño parque que se hallaba al final de la avenida del pueblo. Eso era todo; y cuando nos cansábamos, exhaustos ya de tanto brincar y gastarnos bromas, nos echábamos en el césped y planeábamos alguna aventura para matar el tiempo durante aquellas dilatadas jornadas, cuyo primaveral vigor hacía hervir nuestra sangre de púberes, sin que llegásemos a descifrar la causa de tan extraño misterio que brotaba desde muy adentro de nuestros jóvenes cuerpos. Fue en uno de esos preciosos días, cuando siguiendo todos la corazonada de nuestro común amigo Hans, decidimos pedirle al bueno de Erich, mi padre, que nos enseñara a construir unas cometas para hacerlas volar por los aires.
            El proceso iba a ser sin duda laborioso, pero mucho mayor era nuestro empeño por lograr aquel objetivo. Y para ello, mi padre nos reunió en el sótano que había bajo la casa y que hacía las veces de pequeño taller dónde él pasaba largas horas al día maquinando, nunca mejor dicho, para construir artilugios caseros; los cuales acababa armando con restos de piezas que recogía de los vertederos y desguaces, o que sus amigos solían donarle, pues conocían su ferviente afición de inventor autodidacta. Así comenzó aquel deseado encuentro entre maestro y aprendices.
            El más ingenioso de nuestro grupo era Frank, hijo del carnicero del barrio, que había aprendido ya a afilar cuchillos y a cortar y preparar carne para los clientes. Se había atrevido incluso a construir una maqueta de avión hecha con madera de las cajas donde se transportaba el pescado de la Lonja, que luego había barnizado y pintado de vivos colores sobre el morro y las alas: todo un prodigio de ingeniería que gustaba de exhibir colgado sobre una de las paredes de su habitación, con la intención de que nuestra imaginación hiciera el resto. Yo, cuando me reunía con él en aquella estancia, imaginaba a la máquina despegando de la pared y volando por encima de nuestras cabezas. Aún tengo vivo aquel recuerdo.
            Lo cierto es que durante casi una semana (una vez nos hubiésemos pertrechado por indicación de mi padre de cañas finas, papel y carretes de hilo, amén de pegamento para ensamblar las piezas) nos dedicamos, especialmente por las tardes, a construir nuestras respectivas cometas, de acuerdo con los pequeños detalles con los que intentábamos darle personalidad propia. Era muy importante para cada uno de nosotros conseguir la mejor cometa voladora, aunque no hubiese en juego ningún premio especial, sino tan sólo el deseo de disfrutar todos juntos de aquella experiencia.
            Como ya podéis imaginar, nadie pudo superar la cometa que Frank hizo; no era posible conseguir mayor belleza y perfección en vuelo. Para él construir algo a partir de una idea era lo más fácil del mundo; incluso después de haberla confeccionado se dedicó a ayudar al resto de nosotros a rematarlas y perfeccionarlas. Y así, casi sin darnos cuenta, transcurrieron los días hasta que hizo de nuevo acto de presencia el sábado.
            Habiendo desayunado abundantemente todos bajo el espléndido zaguán en flor, mi padre nos acompañó hasta un claro existente en el parque para que pudiésemos volar las cometas sin molestar a las personas que disfrutaban de aquel tranquilo entorno. Y así lo hicimos. Lukas, Hans, Frank y yo mismo, dirigidos uno a uno por el bueno de Erich, fuimos arrastrando al viento las cometas hasta que éstas remontaron el vuelo, elevándose y elevándose bajo el cielo azul de aquel hermoso día. Tiñeron por momentos la bóveda celeste de múltiples colores: rojos, verdes, amarillos y platas, rematados por sus largas colas que se retorcían en el aire como si estuviesen vivas. Desde abajo, moviendo con tenacidad los hilos de cáñamo, las hacíamos girar en mil piruetas que para mi parecían escribir desconocidos mensajes en el éter. Me entusiasmé tanto, que inesperadamente me acerqué demasiado al brazo derecho de Frank desequilibrándolo en el acto y haciéndole perder el control de su cometa que ascendió vertiginosamente a los cielos hasta desaparecer de nuestra vista. Pudo ser un pensamiento mío que actuó energéticamente sobre nosotros y produjo tan desafortunado accidente. O tal vez no fuera sino un buen presagio enviado por el propio destino. ¿Quién puede saberlo?
            Años después, sentados en el elegante despacho que Frank ocupaba como ingeniero jefe de proyectos de la aeronáutica Humboldt, volveríamos a rememorar ese día. Y no pudimos sino congratularnos de aquella experiencia infantil que de alguna manera nos había marcado para el resto de nuestras vidas.