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Muchas veces, incluso en situaciones difíciles, dolorosas, terriblemente amargas, nos repetimos, frente al espejo de nuestra conciencia, que hay que seguir luchando, que todo puede cambiar. Tiene que cambiar, el destino no puede ser tan rencoroso e ingrato, tiene que perdonar nuestros errores, demasiados, y dejar que recuperemos el sentido común, el camino que abandonamos un día e, inconscientemente, nos metimos en laberintos absurdos, que no conducían a ninguna parte, perseguíamos tesoros imposibles, nuestra codicia nos cegaba y, por momentos, parecíamos enloquecer.
Constantemente nos repetíamos que no podíamos volver a tropezar, la piedra había permanecido en el mismo sitio durante toda la vida pero el hombre, empeñado en pelear contra gigantes, trataba de emular a don Quijote, pero no luchaba contra quimeras sino contra seres humanos, de carne y hueso, exactamente como él. Quería robarle sus ilusiones, sus esperanzas. No podía soportar que nadie fuera mejor que él, más rico, mucho más guapo y, en su absurda lucha sin cuartel, se estrellaba una y otra vez contra aquella piedra que jamás conseguía ver, aunque siempre estaba en el mismo sitio, en el recodo del camino por donde pasaba ufano, diariamente, su egoísmo no le dejaba ver los obstáculos que surgían a lo largo de la senda y para continuar avanzando tenía que aplastar a sus semejantes, sólo él tenía derecho a conseguir los tesoros que ocultaba el destino.
Sin embargo, ella permanece atenta, animándome a escapar de la apatía, los sueños irreales han de perderse para siempre, las amargas redes de la soledad se tienen que romper para que los ardientes versos puedan componer los verdaderos poemas, hay que entregarse a las luminosas esperanzas del nuevo día.
La vida está ahí detrás de la ventana, aguarda la firmeza de mis pasos y la cordura capaz del vencer los egoísmos agazapados detrás de la maldita piedra.