Desde que existen las redes sociales y en particular Facebook muchos de nosotros hemos ampliado nuestro círculo con amistades que antes no teníamos. Muchas se quedan en el ámbito virtual y no van más allá de cierta coincidencia en los gustos poéticos o una supuesta afinidad ideológica que algunas veces se acaba revelando falsa. Estas “amistades” en la mayoría de los casos se van muriendo de muerte natural, seguramente porque no despertamos suficiente interés uno en el otro como para profundizar más. Y no pasa nada porque ni nosotros en ellas ni ellas en nosotros dejamos ninguna huella imborrable y el alejamiento no supone ningún trauma. No nos hemos conocido en carne mortal ni hemos compartido copas, confidencias, risas, proyectos, llantos o ilusiones, momentos tristes ni alegres, esas cosas que fundamentan la amistad.
En otros casos las presencias virtuales sí llegan a alcanzar las tres dimensiones, la corporeidad. Nos conocemos en persona en algún evento, nos saludamos ¿Ah tú eres… Fulano o Zutana o Perengana? ¡Cómo me alegro, tenía muchas ganas de conocerte! Te sigo siempre, me gusta mucho lo que escribes, etc. etc… Y la cosa no pasa de ahí. Quizá en otra ocasión volvemos a coincidir, nos volvemos a saludar, e incluso nos damos un abrazo, pero no sabemos nada el uno del otro ni nos importa demasiado. Tampoco pasa nada, siempre es agradable encontrarse a alguien conocido cuando una va de solateras por la vida.
Y en algunas —pocas— ocasiones, estos contactos que nacieron virtuales llegan a fructificar en una verdadera amistad. Y se pasa al teléfono, a quedar por el simple gusto de verse sin necesidad de ningún evento poético, a compartir nuestros dolores, nuestras alegrías, nuestras cotidianas derrotas, a la charla personal e íntima. Al mensaje privado que te pregunta cómo vas, a preocuparnos los unos por los otros; en una palabra, a querernos. Esto normalmente ocurre con personas con las que, en principio, una se siente ideológicamente identificada, aunque también puede ocurrir —las menos — con otras que piensan de forma diametralmente opuesta pero que las tenemos cariño y respeto, las consideramos inteligentes y les suponemos buena fe. Porque la base de cualquier relación personal es suponer buena fe al otro aunque piense distinto que nosotros. Para mí cada vez son más importantes las personas y menos importantes las ideologías. No tergiverséis mis palabras, por favor, que hay ideologías de las que tengo, por principio, una orden moral de alejamiento. Léase fascismo, machismo, homofobia, racismo y todas esas lindezas que florecen por doquier.
Y por eso, porque me importan las personas y me gusta que a mí me quieran como persona, por mi manera de sentir más que por mi manera de pensar, me duele profundamente que, no ya las discrepancias de fondo, sino la más leve diferencia de matiz en cualquier tema de actualidad, de esos en los que hay que posicionarse con absoluta rotundidad y sin la más mínima vacilación, sin apenas datos o teniendo en cuenta solo una parte, que una leve diferencia de matiz, decía, pueda abrir entre dos personas, que en teoría se quieren y se respetan, un abismo de incomprensión que, a poco que nos descuidemos, se convierte en insalvable. No andamos ninguno tan sobrados de buena gente como para dejar morir el cariño cuando es de verdad.
Y podría seguir hablando de la agresividad que con demasiada frecuencia percibo en esa red, que a mí —y eso es un problema mío que me tendré que hacer mirar— me da miedo, me hace daño y me deja muda para entrar en ningún debate. Me hace encerrarme en mi concha y ser cada vez más consciente de la fragilidad y la provisionalidad de las relaciones personales, ya sean de amor o de amistad. Aunque algunos tengan la suerte o la habilidad de que esa provisionalidad les dure toda la vida, lo único realmente permanente es la soledad de cada uno. Y en ella tiendo a refugiarme casi siempre como medida de defensa.