Hoy es

Excusas para andar

La foto es de mi propiedad

       Hace como tres meses, mi cuñado Jacobo se encontró en las cañadas del Tajo una perrita que, como supimos con posterioridad, no llegaba a los dos años. Vino a casa la pobre toda llena de barro, el pelo enmarañado y lleno de espinas de cardo y otras lindezas dolorosas de la intemperie, tan flaca que se le podían contar una a una las vértebras, con esa mirada de perro apaleado que conmueve los corazones estampada en la cara, el rabito entre las patas, arrastrándose hacia ti en vez de caminar cuando la llamabas. Tanto era su miedo que por la noche se nos meaba en la escalera que sube a las habitaciones en las que dormimos nosotros.
       Desde el primer momento, y mira que en esta casa somos ocho, ella se encaprichó de mí, - ¡con el miedo que me dan los perros! -, no sé por qué, y yo de ella. Así que nos hicimos primero amigos, luego árbol y sombra. Allá donde iba yo iba ella. El animal necesitaba cariño y yo, sin saberlo, tenía un almacén lleno. Me pedía una caricia y yo se la daba sin dudar. A la caída del sol la sentaba en mi regazo, como si fuera una niña pequeña, y le susurraba cariñosas y tranquilizadores palabras de aliento, de ese aliento para seguir viviendo que a mí me falta algunas veces. Así ella encontró de nuevo la confianza en sí misma y en los demás, y yo, y yo me fui aferrando a ella, dejando en el aire de la tarde todo el dolor de una vida impuesta en bellas palabras poéticas que el tiempo se lleva para siempre a la casa del olvido. Y ella me fue mirando de otra manera.
       Y yo la llamé Luna Apacible.
       Y como mi Luna tiene sus necesidades, pues todos los días me levanto al alba, y nos damos un paseo de una hora u hora y media, justo hasta que el sol del estío empieza a calentar demasiado. Mis niveles glúcidos han mejorado mucho, a niveles normales. También los niveles emocionales. Pero eso es otra historia.