Hoy es

Viejas crónicas (1)

La foto es de mi propiedad

       Ibiza estaba cerrada por descanso. Y el norte no existía.
       Era, por decir algo, un insignificante punto gris más allá del borde del acantilado. Un punto, o una mota sobre las olas de la mar, un eco indefinido que mutaba, ora plata, ora sangre, ora verde esmeralda; imitando siempre, fundiéndose siempre con el manto elegido por las aguas saladas para cada momento del día o de la noche.
       Luego, tras colocar la ropa en los armarios, volvimos a recepción. El pasillo seguía allí, largo, lustrado, silencioso, solitario, con aquella profundidad próxima al terror y aquel frío húmedo impregnando el aire. Eran apenas las nueve de la mañana. Paco nos indicó dos establecimientos cercanos en los que desayunar. "Las cocinas del hotel no abren hasta mayo", dijo en voz baja, como avergonzado. El primer de ellos era muy convencional, café y algo de bollería. El otro preparaba, además, tostadas - con tomate triturado, o con mantequilla, o con aceite -, y bocatas de bacón y queso; también alguna especialidad de la casa que no quisimos catar. Entramos en el segundo. El camarero en cuanto abrimos nuestro acento peninsular se deshizo en amabilidad. Más aún cuando le dijimos que nos enviaba Paco. Mantuvo, como es natural, su acento balear; pero la sonrisa se le salía continuamente de la cara y se le escabullía por los rincones del bar. Era una afectación servil exagerada, tanto o más que la interpretada por Agustín González hace años: "como el Gervasio en su hotel de Gijón", pensé. Resultaba incluso vomitiva. Todo estaba limpio, eso sí. Había también otros clientes que pronunciaban palabras incomprensibles.
       A las diez estábamos de vuelta en recepción. Llegó el director de la casa de vehículos de alquiler con el contrato en la mano. Nos dio también dos planos de Ibiza. "Hoy pueden ver esta zona", dijo. Y señaló la zona oeste, la más cercana. "Mañana, ésta otra", añadió. E hizo varios círculos en la zona este, la más lejana. "¡Ah! y no dejen nada en el coche. Aunque no vean a nadie. Es un consejo. No lo olviden", terminó. Luego sonó su teléfono. Nos dijo que tenía algún problema para traer el coche hasta nuestro hotel y que nos llevaría en el suyo hasta el depósito.
       Por el camino nos informó que en Sant Josep de sa Talaia era fiesta, el patrono del pueblo, que a las once y media había celebración eucarística, que venía el obispo a decir la misa, y que se reunirían todas las autoridades políticas y militares de las islas. El vehículo era de fabricación italiana, de última generación, con ordenador de a bordo y todo. Apenas sí tenía cuarenta mil kilómetros. Pero nos lo entregó sucio. La cerradura derecha estaba rota, y tenía un golpe bajo el espejo retrovisor izquierdo que dejaba el cableado al aire. "El polen, es el polen; los limpiamos y, al segundo, ya están sucios", dijo a modo de excusa. Queríamos ir a Sant Josep, a misa; y eran ya las once de la mañana. Así que no planteamos ninguna objeción, le pagamos los dos días de alquiler, firmamos el contrato, y nos pusimos en camino.
       En diez minutos habíamos aparcado en Sant Josep. La plaza principal del pueblo estaba adornada con banderitas. Había un bar abierto y algunos tenderetes con mercancía de baratillo. No así la farmacia. El día había abierto y lucía un sol cegador sobre un cielo claro manchado de nubes blancas. La gente, en la calle, vestida para la ocasión. Algunas mesas improvisadas con dulcería típica de la isla. Luego llegaron los gaiteros gallegos, con sus trajes negros y sus medias y camisas blancas; también la tamborrada de los ibicencos, vestidos de café con leche y camisas con chorreras. Todo el ruido del mundo en la plaza, frente a la puerta de la iglesia. Luego, dentro del templo, abarrotado, el catalán de la celebración y el castellano de la homilía
       A la una volvimos a la carretera, dirección Es Cubells. Las curvas de la carretera, las chumberas, los árboles. El silencio del campo, como en la infancia, como en las siestas extremeñas, cuando niño. La misma sensación de abandono. Nadie, no había nadie en ninguna parte.


       Ibiza estaba cerrada por descanso. Y el sur no existía. 
       Era, por decir algo, un insignificante punto gris más allá del borde del acantilado. Un punto, o una mota sobre las olas de la mar, un eco indefinido que mutaba, ora plata, ora sangre, ora verde esmeralda; imitando siempre, fundiéndose siempre con el manto elegido por las aguas saladas para cada momento del día o de la noche.