
A la puerta de la casa le pasa lo mismo que a los escalones. Deja una rendija de casi un centímetro en un lado que tiende a cero en el otro. Por esa abertura se cuela el frío extremo del invierno, como un niño hambriento, a comerse la pintura de las paredes. Este disparate de aprendiz de albañil se hizo a mediados de la década de los setenta. Un tal Ventura, el único del pueblo que se dedicaba a estos menesteres, fue el encargado del engendro. Ni pinche de maestro cantero hubiera sido en las construcciones de Ventura Rodríguez, desde luego.
Antes de mil novecientos setenta y cinco el suelo de la casa era de tierra. Las paredes subían como ahora hasta un techo abovedado, adaptándose más que modificando la irregularidad de un suelo de inicio de sierra cuajado de roca y marcados desniveles. Esa maravilla de techos puede que fuera cosa del abuelo materno del escritor, Francisco, o de su hijo Antonio, no se sabe. De esto no hay registro escrito alguno. Solo la cédula de compraventa de una cuadra en la calle llamada entonces Camino de Almendralejo por parte de aquel, el día de San Agustín de mil novecientos veintisiete.