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Muchas veces he pensado cómo sería tener un alma de robot; bueno, yo lo expreso así porque hace algún tiempo vi una película en la que a un robot le implantaban un disco duro que daba vueltas y vueltas dentro de él y podía interactuar a través de imágenes, palabras y complejas comunicaciones previamente almacenadas. Algunos ya conocéis que el disco duro de una computadora tiene un platillo y una cabeza lectora que funcionan por medio de marcas o surcos, casi como si planease en el aire sin llegar a tocar su impoluta superficie, ejecutando un programa que previamente ha creado un programador. ¿No es eso así? Como podéis imaginar al final el ser humano intenta emular lo que de alguna manera ha hecho ya el Creador, o si se quiere, "El Programador de todo el Universo". Por eso muy a menudo me pregunto: ¿Hasta qué punto estamos nosotros también programados? ¿No son acaso nuestros genes, por ejemplo, un sofisticado programa biológico que alguien nos ha implantado? Y es por eso también (ahora sí lo entenderéis mejor) que sigo estando tan interesado en establecer tal analogía con el robot.
Lo cierto es que el robot, al menos ese que yo imagino, se me aparece constantemente en sueños y he llegado hasta hablar con él. Es tan real que su voz sale de mi pecho como si conformásemos una sola entidad. Yo mismo me extraño y a la vez me maravillo de las sutilezas de mi mente al crear una máquina que tiene emociones, que llora y se alegra por las cosas que le suceden, que piensa y tiene proyectos a largo plazo como si creyese que dispone de suficiente tiempo para vivir. Y no sabe que todo eso que lo inunda es un prodigio que está al alcance de mi mano; en realidad soy yo el que puede darle o quitarle su existencia de un plumazo si lo deseo; pero es evidente que de momento no se me ocurriría hacer eso. Creo que tal vez podría perjudicarme yo también.
Esta idea tan persistente en mí tiene su origen en una pequeña experiencia que tuve cuando era muy niño. Tendría unos cinco años cuando mi padre Erich (que como sabéis tenía su pequeño taller instalado en el sótano de la casa) me mostró que se podía construir un robot empleando algunas piezas viejas de un cochecito de engranajes, latas usadas de distintos tamaños y unos cables, una pila pequeña y dos bombillas de linterna. ¡Resultaba tan fácil! Ahora os lo sigo contando.
Cortando las latas de acuerdo con unas dimensiones precisas, y una vez bien ensambladas, construyó la cabeza, el tórax, los brazos y las piernas. Y para los pies, utilizó dos piececitas de plomo sobre la que se sustentaba el cuerpo entero. No podía caminar, pero al menos movía los brazos y la cabeza y sus ojos resplandecían como dos pequeños faros frente a mí, tanto que llegaban a iluminar parte de mi habitación cuando ésta se hallaba a oscuras. Mi padre lo bautizó con el sencillo nombre de Robit; tal vez no fuera muy original, pero si al nombrarlo lo uníamos con su denominación común, más que sonar, resonaba: "Robit el robot".
Y es que mis amigos tenían muchos y buenos juguetes, pero ninguno podía igualarse a Robit. Para mí era como si fuese de verdad, porque yo sabía perfectamente como estaba hecho por dentro; podía imaginar cada una de sus partes y de que manera al moverse rechinaban los engranajes de cuerda y rozaban las juntas de las latas entre sí. Para mí tenía vida. Por eso Robit una noche me habló, o yo soñé que me hablaba.
Aquella noche, como de costumbre, mis padres me habían acostado en mi cama, y una vez me hube tranquilizado un poco, mi madre eligió contarme un cuento de vikingos: esos nórdicos feroces que tenían costumbres paganas y viajando en sus drakkars arrasaron todas las costas atlánticas de Europa desde Escandinavia hasta Algeciras. Yo conocía bien algunas historias de Odín, Thor y Frey, sus dioses principales; pero hoy no me referiré a ellas.
De modo, que después de que me dieran un cariñoso beso acompañado de un hasta mañana, amor, la habitación quedó sumida en una profunda oscuridad a la que no acababa de acostumbrarme. Y fue justo en ese momento (antes de que comenzara a darle vueltas a aquella historia de vikingos y finalmente me durmiera), cuando sucedió un mágico imprevisto. Desde el lado derecho de mi cama, encima de la mesita de noche, se activaron dos potentes ojos, como faros encendidos en la oscuridad; eran las bombillas de Robit, que en modo alguno debían de haberse iluminado. En ese preciso instante, su cabecita metálica se giró hacia mí y mirándome fijamente me dijo:
— Kurt, tengo ganas de ser como tú. Conocerte por dentro, como tú me conoces a mí y saber qué es lo que piensas en cada momento. ¿Podría ser eso posible, amigo?
Recuerdo que mantuve la mirada fija para comprobar si era verdad aquello que me parecía haber visto y oído, pero nada nuevo sucedió. Robit, como una sombra más entre las sombras de la habitación, permanecía quieto y en silencio. Por eso aún hoy cada vez que lo pienso me pregunto: ¿Pudo ser aquello cierto? ¿Es posible que un robot pueda tener alma?
Sigo sin hallar contestación alguna a estas dos preguntas que de vez en cuando me inquietan y persiguen. Lo que sí quiero deciros es que Robit, algo más viejo que cuando mi padre lo construyó para mi, todavía continúa acompañándome en mis noches oscuras de insomnio.