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Me llamo Kurt y quiero presentarme. Ya sé que aún no me conocen, pero muy pronto tendrán noticias mías.
Mi nombre "Kurt" no es más que un mero capricho de mis progenitores, que por razones ajenas a mi voluntad, todo hay que decirlo, nunca llegué a conocer. Podríamos decir entonces que soy biológica y virtualmente un ser humano huérfano.
Ello, sin embargo, no debe moverles a compasión, pues no me produce el más mínimo sentimiento de frustración o pena, como más adelante intentaré hacerles ver. Como acabo de contarles, nací prácticamente desvalido, ya que conforme iba percibiendo que además de yo mismo existían en mi mundo otros objetos y personas, llegué finalmente a la inequívoca conclusión de que ninguna de estas últimas eran ni podían ser mis verdaderos padres.
De modo que sí: soy efectivamente un huérfano, pero como todos ustedes deben saber lo importante no es quienes seamos en origen sino la impronta que hayamos recibido al nacer. Y para ilustrarles acerca de este hecho les contaré una pequeña historia: real como la vida misma.
Hace algunos años, en la sección científica de un periódico local, leí que un zoólogo y etólogo llamado Konrad Lorenz había logrado improntar (dejar una huella de aprendizaje) en unos ánades recién nacidos, que por mor de ese estereotipo fijado por asociación, le seguían a todas partes como si el investigador fuese su propia mamá. ¿Curioso, no? Imprinting lo llamó en inglés; ya saben el idioma más universal del planeta. De ahí que yo coligiese a partir de dicho experimento que en mi más tierna infancia había sido igualmente improntado, pues ciertamente nací huérfano como aquellos angelicales ánades, a raíz de cuya renombrada investigación Konrad Lorenz logró alcanzar el premio Nobel de medicina en el año mil novecientos setenta y tres.
Posiblemente exagere un poco, pues ganso no soy, sino un ser humano al fin y al cabo. El caso es que al no poder disponer del cariño y consuelo de mis padres biológicos fui tiernamente adoptado por un matrimonio, tíos de mi madre, que no tenían hijos y decidieron criarme y darme educación, razón por la cual les estaré eternamente agradecido. Se llamaban Erich y Mathilda, que en paz descansen.
Mi nombre "Kurt" no es más que un mero capricho de mis progenitores, que por razones ajenas a mi voluntad, todo hay que decirlo, nunca llegué a conocer. Podríamos decir entonces que soy biológica y virtualmente un ser humano huérfano.
Ello, sin embargo, no debe moverles a compasión, pues no me produce el más mínimo sentimiento de frustración o pena, como más adelante intentaré hacerles ver. Como acabo de contarles, nací prácticamente desvalido, ya que conforme iba percibiendo que además de yo mismo existían en mi mundo otros objetos y personas, llegué finalmente a la inequívoca conclusión de que ninguna de estas últimas eran ni podían ser mis verdaderos padres.
De modo que sí: soy efectivamente un huérfano, pero como todos ustedes deben saber lo importante no es quienes seamos en origen sino la impronta que hayamos recibido al nacer. Y para ilustrarles acerca de este hecho les contaré una pequeña historia: real como la vida misma.
Hace algunos años, en la sección científica de un periódico local, leí que un zoólogo y etólogo llamado Konrad Lorenz había logrado improntar (dejar una huella de aprendizaje) en unos ánades recién nacidos, que por mor de ese estereotipo fijado por asociación, le seguían a todas partes como si el investigador fuese su propia mamá. ¿Curioso, no? Imprinting lo llamó en inglés; ya saben el idioma más universal del planeta. De ahí que yo coligiese a partir de dicho experimento que en mi más tierna infancia había sido igualmente improntado, pues ciertamente nací huérfano como aquellos angelicales ánades, a raíz de cuya renombrada investigación Konrad Lorenz logró alcanzar el premio Nobel de medicina en el año mil novecientos setenta y tres.
Posiblemente exagere un poco, pues ganso no soy, sino un ser humano al fin y al cabo. El caso es que al no poder disponer del cariño y consuelo de mis padres biológicos fui tiernamente adoptado por un matrimonio, tíos de mi madre, que no tenían hijos y decidieron criarme y darme educación, razón por la cual les estaré eternamente agradecido. Se llamaban Erich y Mathilda, que en paz descansen.