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Una del Oeste (I.2)

Capítulo I
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       La Academia de West Point, tras cincuenta años de funcionamiento, preparaba concienzudamente a los cuadros de mando del primitivo ejército confederado.
       En uno de los muchos escuadrones de caballería de esta facción, un joven virginiano recién salido de West Point y ascendido rápidamente a capitán por méritos de guerra, llamado Al Green, había realizado con un grupo incondicional de jinetes las incursiones más asombrosas que mente humana pueda imaginar. Era respetado y admirado entre los suyos y temido en las filas enemigas.
        Sus incursiones alcanzaron posiciones que estaban más allá de Nevada, y llegaron incluso a entrar en California. El objetivo que se le había encomendado era más que claro, buscar el apoyo económico que necesitaba la Confederación, pues tras ser abandonados a su suerte por Francia e Inglaterra, el sostenimiento del ejército no era moco de pavo. Cruzar tantas millas entre enemigos suponía ya en sí una gran proeza.
       El grupo lo formaban el citado capitán Al Green, el teniente Alan Parsons, el sargento mayor Lice Cooper, sargento Sprintisteen, y los soldados Billy Joel, Bryan Adams y Don Summer.
       En la historia que nos ocupa, la heroicidad de estos hombres puede decirse que fue muy relativa. La verdadera dificultad y por ende el mayor riesgo estuvo en la perfecta operación de infiltración. Una vez realizada la misma habían quedado detrás de las filas enemigas. Y allí había de todo, partidarios y detractores de sus ideales, de su nación, de su forma de ser y pensar. A río revuelto, ganancia de pescadores, que dice el refrán.
       El capitán Green se dio rápidamente cuenta de la situación. Comprendió, no sin cierto recelo, que era imposible el regreso a filas amigas sin poner nuevamente en gran peligro a sus hombres. Pero algo tenía que hacer, no se iba a dar por vencido de buenas a primeras. Así que se internó en un profundo bosque, desmontó y dijo:
        — Somos una pequeñísima fracción del ejército confederado en zona enemiga. Podéis dejar de obedecerme y, si os rendís, estoy seguro que no os pasará nada. Quizá permanezcáis prisioneros hasta el final de la guerra, que no tardará. Yo voy a intentar alcanzar los campos mineros en los que hay sudistas dispuestos a ayudarnos a recoger el oro y llevarlo a Richmond. Tal vez os parezca una locura, fácil no es desde luego. El que quiera seguirme sabe que es la vida lo que pone en juego y que son poquísimas las posibilidades de triunfo con que contaremos. Estad seguros que no pensaré mal de quienes decidáis rendiros o marchar a vuestras casas. Al contrario, pensaré que estáis locos si decidierais seguir a mi lado.
       — ¡No continúe, capitán! — dijo el soldado Billy Joel —. Está perdiendo el tiempo; iremos con usted.
       Los demás se unieron entusiasmados a estas palabras.