Seguro que no será fácil.
Eso sí, sé desde el primer momento que está determinado por la confianza que el Nazareno ha depositado en mí.
Siento en el fondo de la túnica, el peso de los treinta denarios que los romanos me han dado por un beso.
Estoy decidido a cambiar el curso de la historia.
¿Quién me mandaría a mí dejar la barca?
Y ahora tengo que besarle.
La vida no tiene retorno. Sin él tampoco tiene sentido.
Decidí seguirle.
No estoy arrepentido.
El vino es bueno, el descanso se agradece.
Barrabás sentado frente a mí, me mira con inquietud, mientras alza su copa para brindar por un beso.
Él, cuando no está en la cárcel, pasa así las horas muertas, bebiendo y esperando.
Nadie sabe lo que espera, aunque tal vez él sí lo sepa.
Mi futuro está marcado por la sangre, mientras, mi codo, mi brazo, mi cabeza y mi hastío, reposan sobre una mesa mugrienta.
Se respira olor a vino añejo. Pero mi vaso lleva un largo rato medio vacío, ¿O medio lleno?
No es igual.
Marta, la de Betania y María de Magdala se nos acercan y dibujando con sus cuerpos en el aire la danza de la lluvia, nos ofrecen otra jarra de vino, que no somos capaces de rechazar. Me resulta exquisito el aroma de este caldo.
Una extraordinaria agudeza visual me permite observar el movimiento de las cuatro manos sobre la mesa. Los diez dedos inquietos de Juan tamborilean con impaciencia, mientras otros diez, los del Maestro, más finos descansan plácidamente.
La voz del Nazareno es pausada, cercana y cálida. La otra más aguda, vertiginosa, está preñada de curiosidad e impaciencia, como mi silencio.
Mis amigos Barrabas, Santiago, su hermano Juan, Andrés, y Simón, - al que llamamos Kefar -, Lázaro, Tomás, el incrédulo, beben sin parar.
Estamos casi todos.
Hablan con naturalidad de los soldados romanos, impetuosos, supersticiosos y acérrimos de su Cesar; en el fondo piensan que son como todos los hombres.
Hablan del Sumo Sacerdote Anamús, o de Lucio Márcio Filipo, tutor de propio César Augusto.
¿Será éste el nuevo emperador? En realidad, da lo mismo quién sea el emperador.
Pero yo callo.
El sol cae vertical y como la vida, la sombra es corta.
Otro de los bebedores, al que la calvicie le ha invadido parte de la cabeza, y el pelo largo, lacio y negro se le escapa por detrás, no tiene un rostro común.
Una amoratada nariz prominente y pronunciado mentón, le dan un aspecto con el que no puede pasar inadvertido.
Bebe y bebe sin parar. Su jarra no parece tener fondo.
El “Bermad”, originario de Hebrn, - el mismo que el de la boda, - el bueno -, se le escapa a la velocidad del movimiento de sus dedos.
Ha sido un día de tormenta.
Llueve.
Mientras la puerta de la bodega se ilumina con el resplandor de un rayo, dos contubernios de ocho soldados romanos cada uno, nos sorprenden.
Ellos, los romanos saben que nos reunimos aquí.
Por sus vestiduras los conocemos enseguida. Son liberrtos al servicio de Roma.
El Maestro no ha dicho nada de mí cuando le han preguntado por el traidor.
¿Me habría elegido por obstinado, o por cínico?,
Toda la firmeza, toda la valentía que me caracteriza, se hace patente ante el acompasado sonido de las botas de los soldados…
Observo cómo Cayo Casio Longino de Cesárea, - el Centurión que manda el grupo -, baja de su caballo blanco y se queda plantado a la puerta de la bodega.
Espera el saludo al César...
Ante nuestro silencio, pasa hasta el fondo, nos dirige una severa y penetrante mirada.
La tormenta hace que el cielo se vuelva negro.
El tiempo se encoge y se dilata al mismo tiempo.
La luz de las antorchas que llevan los romanos, da un aspecto siniestro a la estancia.
Simón Pedro, - al que el Maestro llamaba “Kefar” -, se planta frente al centurión y le pregunta:
- ¿A quién buscáis?
- Al crucificado, al nazareno, al hijo del carpintero.
Siento la mirada serena del Nazareno, y mi voz se acentúa poderosa con el eco.
- ¡No está entre nosotros!
- ¿Qué dices Judas?
- ¡Que no le busquéis aquí!
- ¡Ese no fue el trato!
Ante el acoso de Tulio Vinicio voy retrocediendo, y uno a uno los treinta denarios ruedan acompasadamente por el suelo.
- No le hemos visto, ¿acaso tú, mo le conoces?
Barrabás, se alza de un salto, queriendo huir.
Dos soldados le apresan con violencia y se lo llevan.
Se oye de lejos el canto de un gallo.
Cayo Casio Longino sale de la estancia. Le siguen los legionarios.
El Nazareno se levanta, viene hacia mi y me pregunta;
- Judas, hermano, y tú, ¿por qué te has arrepentido? ¿Por qué?
Yo sé por qué.
El Nazareno tiene muchas razones para vivir.
Se oye un trueno en todo el valle. Luego un sol radiante y los soldados ante esta clara señal de sus dioses, huyen despavoridos, dejando a Barrabás tirado a la entrada de la bodega.
El centurión se queda atrás.
María, Marta y el Nazareno se acercan a Barrabás y tomando agua en una jofaina, le van lavando una a una todas sus heridas, hasta que queda limpio.
El Centurión le mira con envida.
La bodega queda desierta.
Se alejan deprisa en la noche de tormenta.
Cayo Longinos nos sigue a corta distancia, suplica también agua para él.
Silencio. Éxtasis.