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Él es un hombre mayor. Se tiñe el pelo y las cejas. Tiene en la manga poesías, versos que cuentan historias para reír y llorar, amores desesperados que se convierten en balas, frío metal, humo, sangre; unicornios y princesas de sexo acuoso y mirada caliente, santos de boj que curan la angustia y rompen las bombillas en la noche de carnaval.
Bajo el árbol de piedra que busca el cielo tiene el anciano su casa. De cristal son las paredes, para que el acantilado del valle del marinero no sea sólo un recuerdo. Le gusta dejar que el ojo camine por el vacío y llegue al otro lado, a la luz roja de la otra orilla. Hay en ello motas de nostalgia, y en la tarde una pizca edulcorada de tristeza.
Bajo el árbol, la vida se mueve envuelta en papeles de plata y oro, como si fuera un regalo. Pero el hombre, cada día, repite la misma escena: sale al exterior, enciende la barca, se adentra, lento, sobre el abismo - abajo kilómetros de montañas, afiladas rocas, hielo: no hay rosas en el mar -. Mira arriba, y se deja caer. Percibe la zarpa de la gravedad tirando de él. Pero no es la muerte.
La barca siempre desciende, siempre le rescata. Es su cometido, salvarlo.
Bajo el árbol, la vida se mueve envuelta en papeles de plata y oro, como si fuera un regalo. Pero el hombre, cada día, repite la misma escena: sale al exterior, enciende la barca, se adentra, lento, sobre el abismo - abajo kilómetros de montañas, afiladas rocas, hielo: no hay rosas en el mar -. Mira arriba, y se deja caer. Percibe la zarpa de la gravedad tirando de él. Pero no es la muerte.
La barca siempre desciende, siempre le rescata. Es su cometido, salvarlo.
2
Luego comienza el viaje, deambula por el cañón a diferentes alturas, mira como el primer día: “La belleza no se pierde, eterna, intacta, pura”. La sangre se va amainando. Marte es un planeta tosco. La cúpula brilla arriba, redonda como una lente. Y aquí abajo, él, extraño, sobre la barca, con aire, aire limpio en los pulmones, sin recuerdo alguno.
Luego comienza la busca. El anciano se sitúa a metro y medio del suelo, y a metro y medio también de la pared transparente, máxima velocidad, escáneres encendidos. Los cuarenta mil kilómetros de su hacienda pasan, uno tras otro, hasta volver al punto de inicio. Nada, no existe nada al otro lado del círculo, nadie: sólo el latido del mundo.
Luego comienza el retorno a casa, sobre los mares verdes, rodeado de luz crepuscular. Las serpientes carnívoras se levantan contra la barca con bocas llenas de largos cuchillos. El hombre las ve caer, desaparecer. También, en la tierra del olivo, los toros bravos cantarle a las lunas la canción de su obstinada bravura. La música de este mundo inmenso, “terraformado”.
La barca siempre le lleva de vuelta, al hogar. Es su obligación, preservarlo. La casa está a oscuras, fría.
Luego comienza la busca. El anciano se sitúa a metro y medio del suelo, y a metro y medio también de la pared transparente, máxima velocidad, escáneres encendidos. Los cuarenta mil kilómetros de su hacienda pasan, uno tras otro, hasta volver al punto de inicio. Nada, no existe nada al otro lado del círculo, nadie: sólo el latido del mundo.
Luego comienza el retorno a casa, sobre los mares verdes, rodeado de luz crepuscular. Las serpientes carnívoras se levantan contra la barca con bocas llenas de largos cuchillos. El hombre las ve caer, desaparecer. También, en la tierra del olivo, los toros bravos cantarle a las lunas la canción de su obstinada bravura. La música de este mundo inmenso, “terraformado”.
La barca siempre le lleva de vuelta, al hogar. Es su obligación, preservarlo. La casa está a oscuras, fría.
3
El hombre se queda fuera, en el porche, de pie, quieto. La barca cambia, se acerca a la puerta convertida en un bípedo con cara de pocos amigos, ojos de refulgente metal, humana luz que ilumina la penumbra. Es entonces cuando el anciano la ve, flotando sobre la tierra, como una estatua perfecta. El sol marca su silueta. Él la mira boquiabierto. “Es un espejismo”, piensa. Ella se acerca despacio, muestra el rojo de sus labios, la piel suave de una niña. “¡Es tan bella!”, piensa el hombre. El pecho, adolescente. El pantalón, ajustado. Cada curva es un imán. “¡Es tan bella la locura!”, dice el hombre. Luego cierra los ojos, lanza un suspiro, se da la vuelta y entra. El interior de la casa está lleno de una música suave, con olor a roble y a pan recién horneado.
— ¿Ella es la muerte, verdad?
— ¿Ella es la muerte, verdad?
— Sí, el fin — dice la barca.
— Apágate.
— Morirás.
— El amor es siempre eso, un irse desvaneciendo en el otro — dice el hombre.
El cerebro positrónico de la barca entra en conflicto:
— Morirás, esa apariencia de mujer es una burla. Todo es ilusión, una figura sin alma.
— Es cierto, pero es tan bella.
— Eso no es lógico — dice la barca.
El hombre calla.
— Ponme afuera una tormenta, deja que se moje, luego apágate — dice el hombre.
La barca obedece. Cae la lluvia sobre la tierra sedienta de Marte. Ella mira las nubes, se deja empapar. Desciende, pisan sus pies desnudos el charco. Camina, llama a la puerta. El anciano se levanta. Su corazón late como el corazón de un muchacho enamorado. Suspira. Cuando la puerta se abre todo el universo es nada.
4
El agua de la tormenta es un camino de hormigas sobre el suelo de madera de la casa. Ella pisa y el líquido cae: mancha la pulcritud perfumada.
— En el baño hay una toalla… y un albornoz — dice el hombre.
Ella va, desaparece tras la puerta. El anciano se acomoda en un sillón, cierra los ojos, suspira. Se oye el agua de la ducha y afuera el agua del cielo. Ambas bajan, ambas dan lo que tienen: la humedad. Luego ella sale embutida en algodones, piernas desnudas, cuello; cabellos revueltos, y una sonrisa.
— Gracias — dice.
Y se sienta en el sofá que hay en frente del de él. Cruza las piernas. Le sonríe. Él la mira con esos ojos de pasmo que deja la obra de arte en la mirada del ángel.
— ¿Quién eres?
— Nací en el norte, en la estepa Noeica, cuando tu especie y tu mundo de burbujas sobre Marte era pura fantasía. Tuve mi vida y mi muerte, trepidé sobre el papel muchas veces. Luego puede, pudimos sobrevivir. Ahora, al fin, somos lo que ves, lo que sientes, lo que amas. Y sólo queremos una, una gota de tu sangre.
— ¿Sólo una gota y podré besar tus pechos, tocarte?
— Sí, luego yo me tendré que ir, que mi mundo espera.
— ¿Y volverás algún día?
— Siempre que pienses en mí seré tuya.
El anciano se levanta, va al armario, saca un alfiler y pincha uno de sus dedos. Luego dice:
— Toma, bebe, calma tu sed.
Ella se le acerca con caminar de hembra en celo. Succiona:
— Esto es un verso exacto, un octosílabo. Ven, soy tuya, bebe tú también.
El hombre le besa el pezón izquierdo. Luego se queda inmóvil, pensando. Mientras, ella se evapora.
5
La barca se despereza. El anciano abre los ojos, se aproxima a la ventana. El valle del marinero se tiñe de oscuridad. El sol besa el horizonte. Las agujas del reloj se detienen, tal parece que el movimiento del mundo se hubiera ralentizado, que no fuera a llegar nunca al alba. La ausencia es siempre triste. Él vuelve a pensar en ella.
— Ella está aquí, de nuevo, al otro lado. Tu cuerpo necesita descansar, vas poco a poco cayendo; esta vez sí, en el pozo. La oscuridad va tomando forma.
— ¿Me apago?
— Sí. ¡Es tan bella!
Lo demás es todo juego. Ella es un animal, uno de esos viejos entes marcianos que nunca sueñan: bebe su sangre y le ofrece los pechos que nunca tuvo, la dulzura de una voz que no suena más que en él, en ese cuarto de niebla en el que mora el deseo.
— Veo — dice ella — tu casa. La carretera de tierra. La oscuridad de la noche. Tu corazón de muchacho bajo las estrellas, late que late. Ellas mueven la falda en la oscuridad. Cantan los grillos, el aire es caliente. Van los coches con las luces encendidas. En el cielo está la luna, una única luna blanca, sobre la silueta negra de la sierra. Eres joven. Estás ciego. Todo gira lentamente, como ahora. Tengo que irme, ahora sí, para siempre.
El anciano le besa el pezón izquierdo que nunca existió por última vez. Ella se desvanece. Él grita. Hay un ataque de furia que le levanta del sillón. Cierra los puños. Sus ojos la buscan, pero ella ya no está. Las lágrimas caen y el silencio es la tierra roja de Marte que asciende, que sube y brilla; que choca contra la cúpula… y acaso un corazón humano solo, en medio de una eternidad que calla.
Abre la puerta y corre. El acantilado está cerca. Salta. El vacío de la caída le inunda. Pero no, no es la muerte. La barca abre sus manos de madre, y le sostiene. El anciano sólo puede cerrar los ojos y ver la oscuridad que le espera.
— Te odio — dice.
La barca no contesta. Sólo pone en su sangre unas gotas de alivio. El hombre duerme.
6
— Aleluya, ¿dónde estás?
El anciano piensa en ella; pero ella no vuelve. Nada. Todo retorna a su ser. La soledad y la barca.
— Llama al detective Lucio.
Lucio es un androide alto con cara de hombre curtido en mil batallas, sonrisa franca, mirar comprensivo.
— Usted dirá.
— Mi deseo es que en encuentres a Aleluya y me la traigas aquí.
— ¿Cómo es ella?
El anciano abre la boca; y luego la cierra. Se queda quieto, pensando.
— Ella es como un Arrebato, alta, vestida de negro, cabellos rubios, mirar penetrante. Labios rojos. Habla con voz de ángel, ríe con una risa de niña y de fuego.
— ¿Dónde vive?
— En la estepa No-e-ica.
— ¿Fuera de su territorio?
— Sí.
— ¿Y cómo puede ser eso? Eso es imposible. Nadie puede traspasar los límites de su casa. Es la ley.
— No sé, por eso está usted aquí.
— Veamos primero su territorio, escaneémoslo. Luego, si no está, pediré paso para la estepa.
— Vallamos — dice el anciano.
La barca y el detective exploran el suelo marciano. Él va con ellos, con los ojos muy abiertos. Nada, nada. Los cuarenta mil kilómetros de su hacienda pasan, uno tras otro, hasta volver al punto de inicio. Nada, no existe nada al otro lado del círculo, nadie: sólo el latido del mundo.
El detective enmudece. Están en medio del campo, sobre los trigales verdes.
— Allí — dice el hombre — bajo la sombra del árbol.
Lucio se gira, despacio. Y ve. Ve el árbol, ve la sombra del árbol. Ve las serpientes carnívoras. Dispara sobre ellas. Él baja de la barca, corre, desesperado. El hombre descalzo corre y destroza todo a su paso. Las heridas sangran y el anciano cae. Allá, bajo el árbol, arde Aleluya. Ya todo es nada.
7
Antes de abrir el libro despliego el área del menú. Esta vez no quiero sorpresas desagradables, que tengo los pies llenos de pústulas. Elijo el modo Dios, por si acaso. No me gusta el dolor, no me gusta nada, ni en simulación siquiera. Selecciono, como siempre, la interacción en la historia. Quiero sentir las emociones del personaje elegido como si fueran propias, el peso de sus circunstancias en mi mente, las razones que fuerzan las situaciones palpitando en lo más hondo de mi corazón. Ahora, antes de empezar la lectura de este nuevo libro, sé que las decisiones están tomadas de antemano, que la historia es inamovible, pero una vez dentro la percepción cambia. Todos lo sabemos. Una vez abierto el libro todo se desvanece, lo real sigue estando ahí afuera, pero como un eco lejano. Sólo el contenido del libro es verdad, la única verdad, la realidad última de tu vida. Así que, por si acaso, ya todos sabemos anda suelto Satanás, selecciono “parar en caso del más leve problema físico del lector”. Luego miro por la ventana y veo al viento levantar la arena roja de Marte hacia este cielo oscuro, y el sol allá lejos, desvaído. Cierro los ojos y vuelvo a la infancia, no sé por qué, a ese momento primero de consciencia. Veo a mi padre de pie, a mi lado, con su mano derecha acariciándome el rostro; y a mi madre tumbada en una cama, muy blanca, con ojeras, pelo cano, mirada perdida en la locura. Suspiro. Estoy de nuevo triste, este Tiempo de carne recién terminado de leer, produce alucinaciones, te trae la nostalgia de la Tierra navaja en mano sobre el alma. Vuelvo al menú de este otro libro. Todo está bien. Me gusta el título. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Luis Eduardo Aute, mi poeta favorito. He elegido vivir la vida del protagonista. Vuelvo a mirar por la ventana y siento las lágrimas subirme hasta los ojos. Entonces pulso abrir libro. Y todo se desvanece. De repente me encuentro en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme.
NOTA:
Si pinchas en las palabras subrayadas en color teja
te vas a llevar una sorpresa, te lo prometo.
NOTA 1:
Ésta es mi aportación a este libro
que rinde honores bien merecidos a Luis Eduardo Aute
NOTA 1:
Ésta es mi aportación a este libro
que rinde honores bien merecidos a Luis Eduardo Aute