Me senté para observar mejor aquel objeto de acero reluciente semejante a una capsula espacial que había colocado mi nieta sobre la chapa de la cocina.
—Es un regalo sorpresa, Yaya — dijo mientras me daba un librito de instrucciones.
Empecé a ojearlo y pensé que ese objeto galáctico no hacía juego con mis viejas perolas. Seguí con atención las explicaciones: «para abrir la cazuela es necesario girar la tapa con las dos manos haciendo fuerza hacia la derecha sobre las asas de baquelita. Una vez metidos los alimentos con agua, se cierra girando hacia la izquierda y se pone al fuego»
Al poco tiempo, la sorpresa fue que la condenada olla se puso a pitar como si fuésemos a perder el tren. Cada vez lo hacía con más fuerza y deduje que de un momento a otro aquel objeto iba a despegar y taladrar el techo. Apresurada, lo retiré del fuego. No hubo forma de abrir aquella tapa que se hacía puntiaguda en el centro y terminaba en una espita que seguía escupiendo vapor.
Frustrada con el invento, añoré el placer de remover los alimentos con una cuchara como me enseñó mi madre y oír el caldo hacer chup, chup. Probar, rectificar, y volver a probar. Oler los aromas de las especias de cada guiso y viajar a través de los recuerdos.
Leí después que había que poner la olla bajo el agua para poder abrirla. Lo conseguí y fue un chasco comprobar que los garbanzos seguían duros como las bolas de un rosario. No estuvieron el tiempo necesario, pero si hubiera esperado la media hora indicada seguro que todo habría volado por los aires.
Al día siguiente me encargué de que no hubiera más sobresaltos. La flamante cacerola luciría ramilletes de flores campestres junto a la ventana.
Lana Pradera